martes, 17 de agosto de 2010

El sabor del trueno.


Cuando menos esperaba que algo me diese la tregua necesaria para tomar fuerzas de nuevo evitando cualquier tipo de purificación y ritual físico que depurase la apatía, el cielo, a 16 de agosto del año que pasa y cuenta, me ofrece la grata sorpresa de una tormenta de verano.
Que increible asociación de ideas y recuerdos me brinda el solo proceso del olfateo al saborear la tierra mojada, parece que de nuevo el chaparrón vuelve a empaparme desorientado a la salida de la escuela intentando llegar a casa, sorteando charcos y padres que arrancan de un tirón al resto de niños de la argamasa de mochilas y griterío, para salvaguardarlos en el coche; el resto, con una intensidad de velocidad retardada por el peso del agua, comenzamos una procesional carrera oscilante y caótica hacia el calor de nuestro habitual destino, que en esta ocasión, sin necesidad del juego teatral de la imaginación se torna en un confortable refugio a salvo del acecho del trueno.
Pero ya es tarde, e inevitablemente cada gota de agua que nos empapó, penetrando sin permiso alguno en nuestras alma, ha forjado una ensoñadora letanía que el paso implacable de los días, no ha conseguido borrar, al menos en mí, deseoso de tormentas de verano. Y ayer, y tal vez de nuevo hoy, me sorprenda felíz el relámpago, aguardando con una sonrisa inquietante el estallido de la nube que vuelve a romper en lluvia, que libre de culpas e inocente me entrego al día, con la pureza del llanto que amenaza, con la sensibilidad empapada que me persigue sin paraguas, con el "te quiero" olvidado que deseo arrancar de tu boca, con la certeza de que lo ha de venir, siempre será mejor, porque la lluvia se encargó de que así sea.

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